martes, 6 de mayo de 2008

¿ES CULTURA EL GTA?

Escolar

Lo confieso: yo he jugado y jugaré con el GTA. Y no me avergüenzo de ello. Es sólo un videojuego violento, amoral y sexista, pero me gusta. Es una ficción, una novela negra. Y, como tal, no tiene por qué ser políticamente correcta. No es apto para menores de 18 años –lo pone bien claro en su etiquetado–, como tampoco lo es una película de Tarantino o de Scorsese. La confusión viene del nombre: videojuego. El juego se relaciona con la infancia y en el nombre de los niños, en su defensa, se justifica la censura.

Yo no compraría GTA a un menor del mismo modo que no le llevaría a ver Kill Bill al cine. Pero los videojuegos ya no son sólo cosa de niños: la edad media de los que jugamos cada vez es más elevada y hoy ronda los 25. El videojuego es cultura, es mi cultura y la de muchos como yo. Los que crecimos con el Spectrum o Mario Bros seguimos viendo en ellos un excelente entretenimiento, una expresión artística comparable al cine o a la literatura, una nueva narrativa.

Dentro de algunas décadas, cuando el uso de videojuegos no tenga el sesgo generacional que aún mantiene, recordaremos lo que ahora se dice de ellos con nostalgia, del mismo modo en el que hoy se contempla con ternura aquellas críticas viejunas contra el rock, el cómic, el cine o incluso la literatura. El Quijote, hace cuatro siglos, se construyó sobre ese mito, que convierte en adicción y desvarío lo que es pasión por el placer intelectual. La novela de Cervantes es la historia de un hombre que se vuelve loco por leer demasiado, que mezcla el mundo virtual con la realidad. El rechazo a lo nuevo ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Parte de culpa la tiene también nuestra tradición cristiana, que condena todo lo que sirva para evadirse de este valle de lágrimas. Al cielo sólo se llega con sacrificio y dolor.

La ficción es libre, como la imaginación. Y los que creen que disparar a un puñado de píxeles en un videojuego es lo mismo que pegar un tiro a una persona en la vida real son hoy los verdaderos chiflados; los que ven gigantes donde sólo hay molinos.

Es muy probable que Josef Fritzl, el jubilado austríaco que ha horrorizado al mundo con su sótano de pesadilla, viese la tele, fuese al cine y leyese novelas. Por su edad, 73 años, es improbable que jugase a videojuegos. Y menos mal. Si no, la moderna inquisición ya tendría un nuevo argumento para encender esa hoguera que culpa a Frankenstein –a la máquina, al progreso, a la imaginación– de los pecados de nuestros propios demonios.

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