miércoles, 4 de junio de 2008

BASILEA, CIUDAD DEL ARTE

PALOMA DÍAZ-MAS 15/03/2003 EL PAÍS

Cada mes de junio, su feria Art atrae a galeristas de medio mundo. A un paso de la Fundación Beyeler, en Riehen, y del museo de diseño Vitra, en la alemana Weil am Rhein, Basilea respira contemporaneidad.

Si se llega a Basilea en avión, conviene fijarse bien en los carteles del aeropuerto porque, según por qué puerta se salga, puede uno encontrarse en Suiza o en Francia. Y es que Basilea comparte aeropuerto con la vecina ciudad francesa de Mulhouse. Ha sido ese carácter fronterizo (en un conjunto de colinas junto al Rin, entre Suiza, Francia y Alemania) lo que ha conferido a Basilea buena parte de su prosperidad y dinamismo económico y cultural. Pero, pese a encontrarse en una confluencia de lenguas y países, la ciudad tiene un carácter inequívocamente suizo germanófono, que se nota en todos los detalles: en la arquitectura, en los impecables tranvías pintados de verde, en sus maravillosas tiendas de chocolates, en las no menos maravillosas panaderías con escaparates en los que se amontona una variedad de panes que parecen la ilustración de un cuento infantil sobre la tierra de Jauja, y hasta en los aguerridos ciudadanos que utilizan la bicicleta como medio de desplazamiento habitual en esta ciudad de inviernos crudos y calles con cuestas empinadas.

Callejear por la vieja Basilea es descubrir algo interesante a cada paso. Podemos partir de la Spalentor, una hermosa puerta monumental flanqueada por dos torreones, que es lo único que queda de la desaparecida muralla que abrazaba la ciudad vieja, estrechándola contra las riberas del Rin. Éste fue, probablemente desde el siglo XIII, el principal acceso desde tierra -otra posibilidad era abordar la ciudad por el lado opuesto, desde el puerto fluvial-, así que estamos entrando en la Basilea antigua como entraron muchos viajeros a lo largo de los siglos. Recorremos a continuación la Spalenvorstadt, una amplia carrera por la que circulan los tranvías y que hoy está flanqueada por tiendas de arte y anticuarios, donde se pueden encontrar algunas exquisitas rarezas propias de una ciudad con una burguesía consolidada desde hace siglos (en el escaparate de un anticuario puede haber un teatro de sombras chinescas de finales del siglo XIX y, en el portal de al lado, una galería de arte inuit, es decir, esquimal).

Fuentes públicas

En la primera esquina encontramos ya otro de los rasgos característicos de la ciudad: sus fuentes públicas. Se construyeron entre el siglo XV y el XIX, cuando obviamente no había aún agua corriente en las casas, y a ellas acudiría la gente a llenar sus cántaros o a dar de beber a las bestias de carga; hoy se mantienen cuidadosamente en funcionamiento; siguen siendo de agua potable y se conservan con mimo no sólo sus caños y pilones de piedra, sino las columnas con esculturas policromadas que las adornan, que nos ofrecen un retrato de los tipos, las vestimentas y las costumbres de otras épocas: en una están representados con rasgos humorísticos un grupo de campesinos bailando, otra está coronada por la grácil figura de un rebeco y hasta en alguna hay la figura caricaturesca de un Papa gordo con su tiara de oro, muy expresiva de las convicciones de esta ciudad, que en la Edad Media tuvo como señor feudal al obispo y que en el siglo XVI se incorporó decididamente a la Reforma protestante. Aún hoy el símbolo heráldico de Basilea es un báculo obispal, pero el obispo católico no reside en la ciudad.

Podemos ahora perdernos en las calles que bajan hacia la Marktplatz, la amplia plaza del mercado donde se encuentra el Ayuntamiento. Según la calle que escojamos, nos encontraremos en un entorno silencioso y recoleto, de casas antiguas primorosamente conservadas, o en una bulliciosa callecita llena de comercios, entre los que siempre abundarán las panaderías y las tiendas de artículos étnicos de África y Oriente, muy de moda en esta ciudad cosmopolita.

La plaza del mercado es el corazón de la ciudad antigua y de la zona comercial. La preside el impresionante edificio rojo del Rathaus o Ayuntamiento, la bordean comercios de delicatessen (confiterías, tiendas de cigarros puros), la atraviesan varias líneas de tranvías y la surcan por todos lados ciclistas y peatones sosegadamente atareados; de aquí salen algunas de las arterias más comerciales.

Pero si uno sigue un poco más adelante y sube a la colina de la catedral, vuelve a sumergirse en un pequeño laberinto de calles tranquilas. El templo se levanta en una amplia plaza ajardinada y lo primero que llama la atención es su color: está construido con la piedra caliza de la región, de un rosa fuerte casi amoratado, que le da un aspecto un tanto irreal. En la fachada principal, un san Jorge enorme mata al dragón atravesándolo con su larga lanza, y en una de las entradas laterales encontramos una hermosa portada románica con un motivo muy usado en las catedrales suizas: la parábola evangélica de las vírgenes prudentes y las vírgenes necias, que también decora la portada de la catedral de Berna. El interior es de un estilo de transición entre el románico y el gótico, con sólidos muros y arcos apuntados, y todo el conjunto tiene un aire de iglesia-fortaleza. En una capilla está enterrado el gran pensador holandés Erasmo de Rotterdam, que vivió aquí sus últimos años; no hay que olvidar que Basilea fue, en los siglos XV y XVI, un importante centro de la cultura humanística.

Tras el ábside de la catedral hay un mirador sobre el Rin que permite entender por qué los romanos -fundadores de la ciudad- representaban a los ríos como varones barbados y musculosos: la poderosa corriente del Rin muestra aquí su musculatura de gran río centroeuropeo. Desde nuestra atalaya podemos ver los barcos que van y vienen, el hermoso puente de piedra, la parte nueva de la ciudad al otro lado del río y, más al fondo, un skyline de chimeneas humeantes, porque la industria química es, junto a la banca y las compañías de seguros, la principal fuente de riqueza de Basilea y su región.

Una treintena de museos

Tras esta apariencia de ciudad tranquila e industriosa bulle una intensa vida cultural: teatro, conciertos y una activa universidad fundada en el siglo XV, hoy tan integrada en la vida diaria que no hay ciudad universitaria porque los edificios universitarios se encuentran por todas partes, taraceando el casco urbano. En esta localidad de menos de 200.000 habitantes hay más de una treintena de museos; seguramente el más famoso es el Kunstmuseum o Museo de Bellas Artes, con excelentes colecciones de pintura de los siglos XV-XVI y uno de los más valiosos fondos del mundo de arte contemporáneo. Pero tampoco conviene despreciar el Museo Histórico, el de Arte Antiguo o el etnográfico Museum der Kulturen, realmente único, con magníficas piezas de las más diversas culturas del mundo, desde Papúa-Nueva Guinea hasta los indígenas americanos, Bali o el Tíbet, país éste con el que Suiza mantiene buenas relaciones (y por cuya independencia aboga).

Después de tanto atracón cultural, lo mejor es un atracón culinario. También en esto Basilea ofrece un buen menú para elegir, desde los numerosos restaurantes turcos hasta las tabernas típicamente suizas-germánicas en las que los clientes se sientan juntos -aunque no se conozcan entre sí- en largas mesas de madera, a comer las contundentes especialidades de la cocina suiza, alsaciana o alemana, o, simplemente, a beber cervezas y comer a guisa de aperitivo los bretzel, típicos panecillos salados centroeuropeos en forma de lazo. Si es verano, la ciudad se llena de terrazas al aire libre; en invierno, los basilenses se refugian en los animados interiores de los múltiples bares y restaurantes. A veces, entre las mesas pasa alguien vendiendo una especie de insignias; no se trata de un pedigüeño espontáneo, sino de un miembro de alguna de las comparsas de carnaval, que hace así cuestación para la fiesta. Sus carnavales, que acaban de celebrarse, tienen fama en toda Europa.

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